Yo no tomo vino; pero un buen Málaga y un buen Jerez con un café y un chocolate que no se toma en Chile a dos tirones, no nos harán daño después de una excursión por aquellos campos o de un rato de biblioteca.
El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de
chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato: -Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal.
Roberto Arlt
El capitán D'Arcy inmediatamente comenzó a enviar en las mañanas, galletas, agua, arroz, carne envasada y chocolate caliente, y fue él quien, en el hecho, alimentó a la gente.
Y se afirmó con más fuerza las manos sobre la cabeza, sentándose en el sillón a esperar el chocolate, porque ya sonaban en el corredor los pasos del ama y el timbre de las jícaras en el metal de las bandejas.
¡Quién estuviera como ella sentadita en el Cielo, al lado de Nuestro Señor Jesucristo! Dejó sobre el velador las dos bandejas del chocolate, y después de hablar al oído del fraile, se retiró.
El chocolate humeaba con grato y exquisito aroma: era el tradicional soconusco de los conventos, aquel que en otro tiempo enviaban como regalo a los abades, los señores visorreyes de las Indias.
Fray Ambrosio, guardando el rito, masculló primero algunos latines, y luego embocó la jícara: cuando le dió fin, murmuró a guisa de sentencia, con la elegante concisión de un clásico en el siglo de Augusto: —¡Sabroso! ¡No hay chocolate como el de esas benditas monjas de Santa Clara!
Cojeando un poco, logré llegar a la orilla del Guadalquivir, y me acerqué al sitio donde los viajeros habían abandonado su almuerzo; era lo que yo necesitaba, pues me encontraba agotadísimo. El almuerzo se componía de chocolate, que cocía aún, sponhao mojado en vino de Alicante, pan y huevos.
Cuando los hombres que vivían en la oscuridad vieron aquel objeto, quedaron impresionados, pero más asombro demostraron cuando vieron que frotándolos, cual molinillo para hacer que el chocolate sea espumoso, surgía la brasa.
Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo.
El día siguiente estaba dispuesto de esta manera: todo el mundo tenía que estar listo y arreglado para las diez en punto. Después del chocolate iríamos en coche a Puygarrig.
Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de
chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental.
Rubén Darío