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Gilles de Rais, la verdadera historia de Barba Azul Su nombre es la encarnaci�n del mal, pero hubo un tiempo en el que este asesino de ni�os era el ideal del caballero franc�s. Nacido en 1404, se erigi� en protector de Juana de Arco. Tras su muerte, De Rais dio rienda suelta a su maldad. Juan Antonio Cebri�n lo cuenta en "El mariscal de las tinieblas". A finales del siglo XVII, el escritor franc�s Charles Perrault public� su inmortal obra Cuentos de Mama Oca, donde se compendiaban relatos populares entre los que figuraba Barba Azul, un texto inspirado en las leyendas que circulaban por Francia sobre Gilles de Rais, palad�n en la guerra de los Cien A�os que hab�a luchado junto a Juana de Arco y que m�s tarde acab� convertido en cruel asesino de ni�os. Gilles de Rais naci� en el g�lido oto�o de 1404, en la Torre Negra del castillo de Champtoc�, en Anjou (Francia). Sus padres fueron el noble Guy II de Laval y la dama Marie de Croan. Ambos proven�an de los m�s rancios linajes franceses, poseyendo cada uno una gran fortuna que se increment� tras su uni�n. En sus primeros a�os, �l y su �nico hermano, Ren�, apenas tuvieron contacto con sus padres. A decir verdad, debemos atribuir su crianza y educaci�n a tutores e institutrices. El peque�o Gilles se instruy� como otros infantes de su condici�n social en las lides de la escritura y la lectura, manejando muy pronto lenguas como lat�n y griego. La prematura muerte de sus padres dej� la tutela de los ni�os en manos de su abuelo materno, Jean de Craon, hombre de car�cter en�rgico y violento que influy� negativamente en el �nimo del primog�nito Gilles. �ste lleg� a decir a�os m�s tarde sobre �l: "Me ense�� a beber, inculc�ndome desde muy ni�o a extraer placer de peque�as crueldades. Nada m�s lejos de lo que otros hombres han pensado, sentido, imaginado o incluso hecho... Bajo su custodia aprend� a despegarme de los poderes terrenos y divinos, con lo que cre� que era omnipotente". El muchacho manifest� ya a una edad temprana una pericia desacostumbrada en todo lo que emprend�a, dejando pronto atr�s a sus maestros y confiando en su propia sed de conocimientos y en su capacidad para adquirirlos. Jean de Craon era demasiado viejo para llevar a cabo la tarea de disciplinar a su nieto mayor, cuyo temperamento le hac�a tan indomable como egoc�ntrico. Manifest� tambi�n muy pronto un car�cter rebelde, as� como un deseo irresistible de imponer su voluntad sobre todos los que le rodeaban. En sus a�os de instrucci�n militar demostr� ser un aventajado disc�pulo en lo concerniente a doctrina castrense y empleo de las armas, cualidades que desarroll� hasta la perfecci�n cuando intervino, tiempo m�s tarde, en los combates contra los ingleses al servicio del delf�n Carlos VII. A los 14 a�os recibi�, en su primera ceremonia oficial, una espl�ndida armadura blanca milanesa con la que se le conced�a la distinci�n de caballero. Dos a�os m�s tarde, el aspecto f�sico que presentaba Gilles de Rais no pod�a ser mejor para un joven arist�crata de alta cuna. Superaba con creces los 1,80 metros, por los que se repart�a un cuerpo perfectamente musculado y sano. Por su continuo entrenamiento militar era muy ancho de hombros, �gil de movimientos y pose�a una elegancia natural. A todo esto a�ad�a un aspecto agraciado debido a su morfolog�a facial, donde predominaban dos inmensos y claros ojos azules escoltados por altos p�mulos, muy t�picos de la naturaleza bretona. El conjunto se completaba con un negro y ondulado cabello que acentuaba a�n m�s su lustrosa tez aceitunada y sus rojizos labios carnosos. Como vemos, el bello muchacho, dada su apariencia y fortuna incalculable, no iba a representar ning�n problema a la hora de solicitar la mano de cualquier damisela perteneciente a las grandes casas francesas. Sin embargo, un hecho interfiri� gravemente en esta pretendida y, por otra parte, l�gica b�squeda; su evidente homosexualidad. A pesar de ello, se despos� con su prima Catherine de Thouars, en 1420, tras un abrupto secuestro de la joven y posterior boda clandestina. A�os m�s tarde, en 1429, nacer�a Marie, el �nico fruto carnal del complejo arist�crata. En 1424 le reconocieron la anhelada mayor�a de edad. Estaba a punto de cumplir 20 a�os y lo primero que solicit� fue el dominio absoluto sobre el inmenso patrimonio que le pertenec�a por derecho. M�s tarde, entr� al servicio militar de Carlos VII —delf�n de Francia—, quien ve�a seriamente comprometida su aspiraci�n al trono por la intervenci�n de los ej�rcitos ingleses y borgo�eses en la guerra de los Cien A�os. Desde que comenz� a guerrear (ten�a s�lo 16 a�os) bajo la bandera de el duque Juan V de Breta�a hasta que entr� al servicio personal del delf�n Carlos, sus condiciones como combatiente mejoraron de forma sobresaliente. Durante sus primeras acciones de guerra —enmarcadas en los litigios que enfrentaron a las casas de Monfort y de Penthi�vre—, Gilles demostr� una inusual destreza con las armas, arremetiendo contra el enemigo en una ignorancia, consciente o no, de los peligros que se cern�an sobre �l. De Rais luchaba con el valor propio de aquellos h�roes que protagonizaron leyendas y romanceros populares. Sus compa�eros aseguraban que un esp�ritu demon�aco le pose�a cada vez que la sangre afloraba como consecuencia del combate. Quiz� no les faltaba raz�n, pues la verdad es que el joven disfrutaba con la guerra, era como un juego para �l: cabalgar a lomos de su caballo favorito, Noisette, desenvainar su espada y medirse al enemigo en singular duelo, nada mejor para un hombre de armas franc�s, educado para la guerra y preparado para morir si tal menester fuese necesario. En 1429 la situaci�n para la Francia leal a Carlos VII era ciertamente desesperada. En aquel tiempo surgi� la figura de Juana de Arco, una modesta campesina que aseguraba ser guiada por voces sobrenaturales hacia la defensa y coronaci�n del delf�n galo en la catedral de Reims. La necesidad del momento provoc� que nobleza y pueblo se aferraran a los vaticinios de la joven aldeana, y pronto el fervor se adue�� de aquellos escenarios cubiertos por la necesidad. El bar�n de Laval recibi� el encargo de escoltar y proteger a la doncella en su camino a Orleans, �ltimo basti�n que permanec�a fiel a los intereses de Carlos y que en esos meses se encontraba sitiado por tropas inglesas. Gilles supo, desde que la vio por primera vez, que ella ser�a el principal est�mulo para su atormentada vida. Por eso, no dud� ni un instante en aceptar el mandato real poniendo a disposici�n de la iluminada cuanto material quisiese disponer para la campa�a que estaba a punto de emprender. El ardoroso militar cambi� su actitud, siempre agresiva, por otra bien distinta en aquellos d�as de febril actividad en la ciudad de Chinon. En diferentes ocasiones busc� el tiempo necesario para encontrarse con la doncella, dispuesto a sostener largas conversaciones que encendieron a�n m�s su fe en ella y en la santa misi�n de la que era emisaria. A�os m�s tarde la recordar�a con estas palabras: "Cuando la vi por primera vez parec�a una llama blanca. Fue en Chinon, al atardecer, el 23 de febrero de 1429. Desde el principio fui su amigo, su campe�n. En el momento en que entr� en aquella sala un estigma maligno escap� de mi alma y, ante el escepticismo del delf�n y la corte, yo persist� en creer en su misi�n divina. En presencia de ella y por ese breve lapso de tiempo, yo iba en compa��a de Dios y mataba por Dios. Al sentir mi voluntad incorporada a la suya, mi inquietud desapareci�", coment�. Despu�s del �xito en la liberaci�n de Orleans y otras campa�as, la doncella pudo cumplir su promesa de coronar a Carlos VII. Por su parte, Gilles recibi� los honores de mariscal de Francia cuando ni siquiera hab�a cumplido 25 a�os. Esta distinci�n le elev� por encima de sus iguales, convirti�ndole en el hombre m�s poderoso del momento. No obstante, la captura de la doncella a manos brit�nicas y su ejecuci�n en la hoguera ante la impasibilidad del monarca franc�s abocaron al flamante h�roe a un abismo del que ni pudo ni quiso zafarse. Tras la desaparici�n de la inmaculada pureza encarnada en aquella mujer a la que tanto hab�a amado, no le quedaba nada por lo que luchar en esta Tierra, ni compromisos que asumir al servicio de nadie. El d�a en el que muri� la doncella de Orleans tambi�n lo hizo el cuerpo carnal de Gilles de Rais, quien se transform� de orgulloso mariscal de Francia en el principal emisario de Sat�n en la Tierra. A�n le restaban nueve a�os de vida en los que enarbol� la bandera negra del mal en toda suerte de cr�menes y depravaciones horrendas. En ese periodo se entreg� a exc�ntricos mecenazgos art�sticos, como una megal�mana recreaci�n teatral del sitio de Orleans, as� como toda suerte de org�as, desenfrenos y pr�cticas alqu�micas que intentaban recomponer sus, cada vez m�s depauperadas, arcas patrimoniales. Mientras, saciaba su sed psic�pata con el asesinato de ni�os secuestrados en la regi�n dominada por �l. Se estima que entre 1431 y 1440 desaparecieron en aquella zona no menos de 1.000 ni�as y ni�os, y a buen seguro el bar�n de Laval tuvo algo que ver en un alto porcentaje de las ausencias. Finalmente, el esc�ndalo alcanz� a todos los estratos sociales y la propia Iglesia decidi� tomar cartas en el asunto, junto al poder civil, ordenando la detenci�n del siniestro ogro. En octubre de 1440, despu�s de un tumultuoso juicio, Gilles fue declarado culpable del asesinato de 140 ni�os, aunque se dijo que pudieron ser muchos m�s. El 26 de ese mes, tras haber pedido perd�n a los padres de sus v�ctimas, fue ahorcado y quemado p�blicamente en un prado de la ciudad de Nantes. De su t�trica confesi�n extraemos estas palabras: "Recuerdo que desde mi infancia los m�s grandes placeres me parec�an terribles. Es decir, el Apocalipsis era lo �nico que me interesaba. Cre� en el infierno antes de poder creer en el cielo. Uno se cansa y aburre de lo ordinario. Empec� matando porque estaba aburrido y continu� haci�ndolo porque me gustaba desahogar mis energ�as. La muerte se convirti� en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta que pod�a respirar. Mi juego por excelencia es imaginarme muerto y ro�do por los gusanos". En estos a�os algunos investigadores hist�ricos pretenden rehabilitar su imagen, al menos militar, resaltando sus dotes guerreras en los momentos decisivos de las campa�as emprendidas por Juana de Arco. Desde luego nadie puede rebatir que fue un digno mariscal en tiempos extremos, si bien su grave psicopat�a cubre de tinieblas cualquier razonable defensa. |
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