La Guatemala soñada

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Muchas personas se hicieron o se están haciendo a sí mismos, con penas y glorias, visión y esfuerzo. ¿Cuáles instituciones allanan el camino de los guatemaltecos soñadores?

Sueño con una Guatemala en la cual cada persona tiene la oportunidad para prosperar o florecer. Ese florecimiento requiere hacerse uno mismo, con esfuerzo, emprendiendo un proyecto de vida que nos potencia. Aunque contemos con escasos recursos, nos toque enfrentar tremendos obstáculos o equivoquemos el camino, nada se asemeja a la posibilidad de trazar responsablemente nuestra ruta única e irrepetible.

El concepto es ilustrado por el politólogo australiano Kenneth Minogue (1930-2013), recordado por su libro La mente liberal, publicado en 1963. Minogue explica que “jamás podríamos producir un cristal si colocamos mecánicamente las moléculas individuales del cual está compuesto. Pero podemos crear las condiciones bajo las cuales el cristal se formará a si mismo…Similarmente, podemos crear las condiciones bajo las cuales un organismo biológico crecerá y se desarrollará.” Ciertas instituciones políticas, económicas y sociales inhiben el desarrollo personal y otras lo desencadenan. Algunos han tenido que migrar hacia arreglos institucionales menos restrictivos para poder conquistar sus metas. Otros sortean complejas barreras.

De allí que la principal condición para que se produzca el florecimiento humano es la libertad personal. Las instituciones sociales, económicas y políticas deben reconocer que somos agentes morales capaces de entrar en relaciones voluntarias, responsables y productivas; de formar familias, asociaciones y negocios. En las sociedades libres es imposible predeterminar los resultados o garantizar ingresos equiparables; sin embargo la evidencia muestra que a mayor libertad, mayor creatividad y bienestar.

Esta visión contrasta con la visión redistributiva que apunta a imponer resultados desde arriba. La ingeniería social, que dicho sea de paso es utópica, reduce nuestra dignidad en lugar de valorizarla, porque nos trata como algo menos que agentes morales. Sin mérito de nuestra parte, ofrece dotarnos de educación, salud, vivienda, trabajo y más. Todo en idénticas cantidades y calidades, todo dispuesto por benefactores en ejercicio del poder. Suena justo…y cómodo. ¡Qué tentador es dejarnos ir, extendiendo una mano dependiente! Pero ello nos roba la satisfacción de elegir y pilotear nuestra nave; de crear valor y cosechar frutos merecidos. Por otra parte, previo a repartir bienes y servicios, el ingeniero social tuvo que confiscar recursos, incluso para suministrar aquello que rotula como “gratuito”.

¿Por qué es más popular la visión redistributiva que la visión del florecimiento humano? Saltan a luz por lo menos cuatro razones. Primero, los políticos prefieren los modelos que aumentan su poder, y bajo este esquema, los planificadores incluso fijan nuestras preferencias. Segundo, le creímos a quienes nos prometieron que la ayuda externa nos sacaría de pobres. No recapacitamos que el desarrollo no brotará espontáneamente de las dádivas mientras las instituciones domésticas sean defectuosas. Tercero, inventamos que los servicios estatales asociados con el Estado Benefactor son precursores o precondiciones para el progreso. Pero los países desarrollados empezaron a crecer antes de contar con masivos sistemas de educación, salud, previsión social y más; de hecho, demandamos estos servicios luego de experimentar una mejora en nuestros niveles de vida. Finalmente, tenemos prejuicios pesimistas respecto del talento y empuje del guatemalteco, creyéndonos demasiado ineptos o mediocres como para asumir la responsabilidad que conlleva la libertad. Los ejemplos de éxito en diferentes campos y niveles sociales nos tendría que dentro de cada guatemalteco yace un potencial a punto de manifestarse.

Este artículo se publicó el 12 de septiembre del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.

La foto es mía, tomada en el Museo de Arqueologuía en La Aurora, Guatemala.

 

Los jóvenes y la felicidad

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A la sociedad guatemalteca le convendría revalorizar el trabajo bien hecho y flexibilizar el mercado laboral. 

Algunos de mis alumnos comentaron en clase la apatía y desilusión que invade a algunos miembros de su generación. Mencionaron las crecientes tasas de suicidio alrededor del mundo: según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, el suicidio es una de las tres principales causas de muerte para hombres y mujeres entre los 15 y 44 años de edad. Me dejó qué pensar el analítico exabrupto de una jovencita: “¡es que a nuestra generación la pusieron en pausa!” Los programas de televisión, la música, y hasta sus maestros y padres les aconsejan despreocuparse y divertirse—ya vendrá luego la adultez. Pero posponer, o ponerse en suspenso, equivale a soltar el timón de la propia vida, y como resultado, los jóvenes no experimentan la felicidad, aunque estén distraídos y entretenidos.

No se trata tampoco de corretear la felicidad, pues es elusiva. Aún así, décadas de investigaciones acerca del fenómeno nos permite comprender mejor cómo acceder a la felicidad. El investigador Arthur Brooks ha leído la mayor parte de esta literatura y destila la siguiente conclusión: “los científicos sociales atribuyen la felicidad a tres fuentes principales: genes, eventos y valores.” El trabajo de Brooks en este campo constituye una posible respuesta a las inquietudes que expresaron mis estudiantes.

Investigadores de la Universidad de Minnesota comprobaron el factor genético a través de un estudio que sigue las vidas de cientos de hermanos gemelos, separados al nacer y dados en adopción. A pesar de haber sido criados por padres diferentes, los científicos detectaron pares de gemelos más felices que otros. Concluyen que el 48 por ciento de la felicidad es determinada por la genética.

Los eventos significativos, como contraer matrimonio o acceder al empleo de nuestros sueños, también impactan sobre nuestro estado de ánimo. Aproximadamente el 40% de nuestra felicidad se debe a este factor. Sin embargo, señala Brooks, la felicidad que deriva de estos grandes eventos no siempre es duradera. A veces invertimos años de esfuerzo en alcanzar una meta y a los pocos meses, ya se habrá disipado la alegría que nos produjo el logro.

Brooks dice que la buena noticia es que, si bien no podemos controlar la variable de los genes ni tampoco las consecuencias reales de los grandes eventos, sí podemos controlar la variable de los valores, a la cual se atribuye el restante 12%. Invertir en cuatro valores es el “camino más seguro” hacia la felicidad, dice el autor. Estos cuatro valores son familia, vida espiritual, comunidad y trabajo.

Las primeras tres nos resultan obvias. La mayoría de nosotros hemos experimentado en carne propia cómo invertir el tiempo en familia, amigos y vecinos trae réditos. La paz interior deviene de poner atención a la parte espiritual de nuestras vidas. El rubro del trabajo puede ser menos evidente, porque estamos acostumbrados a verlo como una obligación, un mal necesario, un esfuerzo que debemos realizar para ganarnos el pan de cada día.

Brooks cita otro estudio revelador. Le preguntaron a miles de personas en Estados Unidos: “¿Está usted satisfecho con su trabajo, considerando todos los factores?”. Los resultados sorprendieron incluso a los encuestadores: el 50% de los entrevistados dijeron estar muy satisfechos o completamente satisfechos. Sumando a los medianamente satisfechos, el monto sube a 80%. No importa el nivel educativo ni el nivel de ingresos de las personas, el resultado es consistente.

Nos resulta gratificante merecer los frutos del trabajo. Acceder a logros mediante nuestro esfuerzo es una de las fuentes de felicidad, y la juventud “en pausa” se está perdiendo de esta experiencia.

Este artículo fue publicado el 5 de septiembre del 2014 en la Revista Contra Poder y el CEES.

**En el Índice del Planeta Feliz, Guatemala ocupa el 10 lugar–un buen punteo. Este índice otorga peso a un factor denominado “huella ecológica”. Pero en el Índice de Felicidad de la ONU, los primeros lugares suelen llevárselos países como Suiza, Suecia, Los Países Bajos, Noruega y Dinamarca, países que también rinden bien en otros índices de bienestar económico y libertad.

 

La propuesta de Correa

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El Presidente de Ecuador, Rafael Correa, propuso a los guatemaltecos adoptar el socialismo del siglo XXI en un discurso dictado durante el V Foro Regional Esquipulas. Aquí comparto lo que me gustó y disgustó de su discurso.

Pese a la prosa poética y adulatoria con que Rafael Correa adornó sus palabras, éstas fueron claras y sustanciosas, alejadas de la vacía verborrea demagógica que caracteriza a otros políticos latinoamericanos. Es de admirar la dicción y gracia del orador.

Resulta imposible en este espacio desmenuzar la totalidad de la alocución, pero detecté, para mi sorpresa, que comparto por lo menos tres premisas y tres propuestas. Es cierto que en América Latina, las instituciones sociales, políticas y económicas han tendido a privilegiar a unos y excluir a otros. Es decir, el acceso a los círculos de productividad y riqueza ha sido restringido artificialmente. También es verdad que para el desarrollo es más importante el capital humano que los recursos físicos. Sin embargo, son las economías abiertas las que potencian el capital humano y crean riqueza, no así el socialismo. La tercera hipótesis acertada es que la mentalidad de víctima que plaga nuestras culturas retrasa el progreso. Correa hizo además tres recomendaciones de políticas públicas sensatas en lo que respecta a la guerra contra las drogas, la explotación de los recursos mineros y el necesario escepticismo con relación a los espejitos que nos venden algunos organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Por otra parte, Correa reveló porqué rechaza lo que él denomina despectivamente la ideología neoliberal. Se apropia de la tesis del economista John Kenneth Galbraith, a quien citó en su discurso. En su libro Capitalismo americano (1952), Galbraith recomienda compensar o balancear el poder del mercado con el poder del gobierno. Dejados a sus anchas, los agentes económicos acumulan poderes “masivos” y excesivos, en perjuicio de los obreros y los consumidores. Por eso, Galbraith y Correa concluyen que es tarea del gobierno regular los mercados, imponer salarios “dignos” e implantar otras medidas supuestamente beneficiosas. Correa incluso habló de redefinir drásticamente los derechos de propiedad privada, uno de los fundamentales derechos individuales.

El poder económico, no obstante, es muy distinto del poder político. El gobierno ostenta, tanto en una democracia como en una dictadura, el poder monopólico para coaccionar a los ciudadanos adultos. Las autoridades pueden encarcelar a quien evade impuestos. Un empresario recurre a la persuasión y no a la fuerza para convencernos de consumir sus productos. Entre más libre y más competitiva sea una economía, más disperso está el poder entre los millones de consumidores y oferentes. Los actores económicos sólo logran imponerse cuando tienen acceso al poder político. La exclusión en América Latina origena en la arena política: las prebendas se otorgan a los allegados y amiguetes del gobernante. Sustituir a unos privilegiados por otros no resuelve el problema, sólo apila injusticia sobre injusticia.

Invocar el poder monopólico del gobierno para intervenir el mercado es peligroso. La función del gobierno debe ser velar por el Estado de Derecho que viabiliza la cooperación social en armonía. Jugar a Dios dirigiendo los destinos de cada ciudadano inevitablemente confronta intereses, en lugar de cosechar el bien común, tal y como lo entiende un iluminado déspota como Correa. Así como los organismos internacionales, que son entes políticos, se equivocan, así también los políticos toman decisiones para maximizar votos y otros cálculos de interés propio, no por consideraciones técnicas ni sociales. Sería mejor abrir de par en par el acceso a los productivos círculos de intercambio a quienes han sido históricamente excluidos de los mercados domésticos e internacionales.

Este artículo fue publicado el 29 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.

¿Campañas políticas a destiempo?

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La legislación debería dejar en libertad a los partidos políticos para realizar campañas electorales desde el día después de las elecciones hasta 36 horas antes de los próximos comicios.

Es poco realista estipular un plazo para el inicio de las campañas políticas. Previo a la decisión que tomó el Tribunal Supremo Electoral (TSE) el pasado 4 de julio de suspender a once partidos políticos, regularmente se irrespetaban los términos establecidos por la Ley Electoral y de Partidos Políticos. Las llamadas de atención y las multas lucían risibles. En noviembre del 2013, el entonces presidente en funciones del TSE, Hélder Ulises Gómez, afirmó que cuatro partidos habían recibido más de 570 sanciones. Acción Ciudadana estimó que nueve partidos invirtieron Q.5.3 millones en publicidad y proselitismo de enero a julio de este año, en tanto el Gobierno gastó Q. 42.6 millones en publicidad. En mayo, un TSE al borde del descrédito emitió un ultimátum: tienen treinta días para retirar sus campañas anticipadas. Un equipo integrado por cientos de personas verificó la existencia de tal propaganda por todo el país y, al vencer el plazo, el TSE interrumpió la vigencia de los partidos culpables hasta por seis meses.

Desde entonces, los impávidos políticos han ideado formas creativas para promocionarse. En lugar de vallas publicitarias y mítines al aire libre, organizan sesiones en salones y visitas de puerta en puerta. Bellas edecanes reparten publicidad y los regalos distribuidos carecen de logotipos. Y nos dejó boquiabiertos el intento por Manuel Baldizón de desafiliarse de su partido, aparentemente para eludir los efectos de la suspensión.

Incluso quienes observamos el acontecer político desde la banqueta, podemos imaginar algunos trucos: difuminar la frontera entre el proselitismo y la campaña; pintar muros del color del partido sin siglas; publicidad a cargo de terceros; campañas negras de desprestigio y más. En resumen, es una regla difícil de hacer cumplir.

Dicho esto, considero que existen tres razones de peso por las cuales no se han modificado los linderos temporales. Primero, se cree que dicha norma es parte integral del ejercicio democrático, pues casi todos los países de América Latina establecen un plazo de inicio para las campañas políticas. Pero las autoridades en otros países también enfrentan problemas haciendo valer esta disposición, porque los políticos son ocurrentes aquí, en Honduras y en Brasil. Guatemala podría liderar el abandono de una exigencia un tanto fantasiosa.

La segunda justificación para los tiempos de campaña es que la publicidad política constituye contaminación visual y auditiva. En muchos casos es cierto. Sin embargo, los límites establecidos por los derechos de propiedad son más efectivos que los requisitos temporales. Mientras la publicidad sea autorizada por el propietario de la casa, pared o predio, existirán límites a su ubiquidad, durabilidad y extensión. El verdadero problema es que las autoridades responsables no ejercen la dueñez que les compete sobre los postes, puentes y monumentos, y sobre los árboles y las piedras a lo largo de las calles y los caminos, que, dicho sea de paso, no tenemos ni tendríamos permiso de pintarrajear.

Finalmente, algunos consideran que encajonar la campaña dentro de un bloque de tres o cuatro meses permite a los contendientes pequeños competir contra los partidos mejor financiados. Sin embargo, la capacidad de recaudación de los candidatos en la contienda es una muestra de su relativa popularidad entre el electorado. Además, no siempre gana el que más gasta. Los partidos pueden malgastar sus fondos antes de tiempo, y sus repugnantes excesos pueden incluso cosechar más rechazo que votos. Basta con cuidar que los partidos no acepten fondos de narcotraficantes y otros criminales, prohibir los actos contra la moral y dejar que la competencia abierta surta su efecto.

Este artículo fue publicado el 22 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y el CEES.

La foto es mía.  Da tristeza ver esta bellísima ceiba en el camino a Monterrico, Santa Rosa, pintada por partidarios del Partido Líder. Nótese la franja verde que asoma sobre el rojo: residuos de una pinta por otro partido político.

 

Dios y el odio

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La organización terrorista Estado Islámico (EI) se ha fortalecido financiera y militarmente tras años de zozobra en Iraq y Siria. El sufrimiento de sus víctimas no musulmanas es atroz.

Tras ver imágenes de la persecución contra cristianos y yazidistas en Iraq, me invadió un deseo fuertísimo de rescatarlos. No de bombardear objetivos estratégicos del Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS por sus siglas en inglés) o Estado Islámico (EI ó IS), como hizo Estados Unidos. Imaginé un milagroso manto protector que envolvía a las familias perseguidas y las depositaba en un lugar idílico donde pudieran recuperarse en cuerpo y alma de sus traumáticas vivencias. Fuentes creíbles como Catholic Online, CNN, MSN y The New York Times, entre otros, describen actos y publican imágenes que ningún estómago tolera: hombres crucificados, mujeres secuestradas, niñas obligadas a contraer matrimonio con terroristas y miles de personas de toda edad desterrados de su patria ancestral. Un líder prominente de la comunidad caldea, Mark Arabo, comentó en CNN y a otras agencias noticiosas que en un parque de Mosul, ISIS colocó cabezas de niños decapitados.

Los sucesos recientes confirman que el poder y la coerción le hacen daño a la religión. ¿Qué deidad pediría a sus seguidores cometer actos brutales que deshumanizan tanto al verdugo como a la víctima? Solamente un dios tiránico, caprichoso, desamorado o vengativo aprobaría de la usurpación violenta del poder por unas personas, para tomar esclavos, reprimir y subyugar a otros seres humanos. ¿Qué tan real es una conversión cuando ésta se procura apuntando el fusil a la cara del supuesto converso, u obligando a menores a contraer nupcias? Como señaló el Papa Francisco respecto de lo ocurrido en Iraq, “no se lleva el odio en nombre de Dios”.

Ciertamente esta deidad ni siquiera cabe en la cabeza de los perseguidos. Para los cristianos, la libertad, y por ende la libertad religiosa, es querida por Dios. Él quiere que lo adoremos voluntariamente, con nuestra inteligencia y corazón. Benedicto XVI escribió que “la libertad está en el origen de la libertad moral. En efecto, la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la naturaleza humana, confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía del respeto pleno y recíproco entre las personas.”

Tristemente, la ciudad de Mosul, la antigua Nínive receptiva al mensaje profético de Jonás, se vació de todos sus habitantes no musulmanes. Los yihadistas suní pertenecientes a ISIS tomaron la ciudad en junio de este año y emitieron el ultimátum a las minorías étnicas y religiosas: tienen hasta el 19 de julio para convertirse al islam, huir o enfrentar la muerte. Los cristianos o nazarenos vieron como marcaban sus casas con la letra N. La seña recuerda el sello amarillo con la estrella de David que marcó a los judíos durante el régimen nacional-socialista de Adolf Hitler. Y evidentemente, la crisis humanitaria se agrava conforme pasan las semanas.

La comunidad cristiana en Iraq era una de las más antiguas del mundo y contaba con aproximadamente 1.4 millones de miembros en el 2003, de los cuales aproximadamente 35,000 vivían en Mosul. Constituían el 5% de la población total del país. La mayoría de los cristianos iraquís eran asirios y hablaban el idioma de Jesucristo, el arameo. Ya para el 2013, el estimado había descendido a 450,000 cristianos, producto de la Guerra en Iraq. Los católicos caldeos conformaban el grupo más grande entre los cristianos y habitaban principalmente en Bagdad, Basra, Mosul, Erbil y Kirkuk. Adicionalmente, más de 50,000 yazidistas, que practican una antigua religión pre-musulmana, huyeron por las montañas. A su vez, los cristianos de Siria, orgullosos de haber aportado a la Iglesia al primer pontífice, Simón Pedro, también han tenido que huir de su país a raíz de la guerra civil, dejando detrás solamente una sombra de lo que antes fueron.

Este artículo fue publicado el 15 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.

La foto es mía.  La tomé en el Museo del Louvre.  Este león es parte de un muro de ladrillos que adornó la vía procesional entre el templo de Marduk y la Puerta de Ishtar, de la antigua Babilonia, en la actual Iraq.  Algunos historiadores señalan que 4,000 años antes del florecimiento de Grecia y Roma, ya existía una civilización formal en estas tierras.

 

Justicia para los pobres

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En la Encíclica Rerum Novarum de 1891, el Papa León XIII afirma que quienes le niegan al individuo “…el derecho a poseer como dueño el suelo sobre el que ha edificado o el campo que cultivó”, en la práctica le privan de aquello que produjo con su trabajo.

El jueves 31 de julio tuve el gusto de asistir a la presentación de “Justicia para los pobres”, el tercer documental de la serie producida por Acton Media, Poverty Cure. La actividad fue auspiciada por el Instituto Acton Argentina y la Universidad Francisco Marroquín. Poverty Cure es un valioso recurso para el debate en Guatemala sobre las causas y posibles soluciones a la pobreza. Los dos episodios anteriores versan sobre la caridad, la cooperación internacional y la microempresarialidad. Resonaron en mi mente tres hipótesis desarrolladas en este segmento.

La primera es que la prosperidad es facilitada por un Estado de Derecho, entendido como un conjunto de reglas y leyes que hace factible la convivencia pacífica. Los países en vías de desarrollo suelen tener abundantes leyes mercantilistas pero no reglas claras, estables y transparentes que rigen sobre todos por igual y son aplicadas eficientemente. Los pobres carecen de las garantías básicas y protecciones jurídicas necesarias para labrar su futuro. Los productores del documental usan como ejemplo un asentamiento llamado La Cava, en Buenos Aires, que me recordó a nuestra Limonada. Es una tierra de nadie. La policía resguarda a otros vecindarios de los residentes de la barriada, pero no a quienes viven dentro. Las familias trabajadoras que viven en La Cava intentan salir adelante, pero deben hacerlo desde la informalidad. Además, diariamente enfrentan la violencia que amenaza sus vidas y sus posesiones.

La segunda hipótesis es que una excesiva tramitología eleva los costos de operar negocios legítimos y por ende, de generar oportunidades y empleos. La estrecha relación entre las regulaciones engorrosas y el subdesarrollo es innegable gracias al estudio Haciendo Negocios, iniciado en el 2002 por el Banco Mundial para medir la tramitología en 189 países. Vencen las trabas los ciudadanos corruptos, y quienes tienen conexiones con el poder político, opina Marcela Escobari, directora del Centro para el Desarrollo Internacional, entrevistada en el documental. Por el contrario, los pobres, usualmente laborando en la informalidad o en actividades agrícolas de subsistencia, permanecen aislados de las redes económicas productivas.

Lo cual nos lleva a la tercera hipótesis, y es a los pobres les conviene acreditar sus derechos de propiedad. Hernando de Soto, autor del Misterio del Capital, afirma que el primer escalón para asentar un verdadero Estado de Derecho es el reconocimiento de la propiedad privada. Ernesto Schargrodsky, rector de la Universidad Torcuato di Tella y coautor de una investigación sobre el efecto de la titulación en los pobres, concluye que la titulación de las posesiones no sólo alivia la pobreza, sino que además cambia la concepción que tienen de si mismos los pobres. Los propietarios tienden a gozar de mejor salud y a educarse más y mejor.

A lo largo de la historia, la humanidad ha experimentado con diversos regímenes de propiedad como la propiedad comunal, estatal, en cooperativas y privada. Los estudios muestran que se crea más riqueza cuando los derechos están claramente delimitados y son hechos valer. Un exitoso empresario de Ghana, Herman Chinery-Hesse, considera que la pobreza crónica en su país es el resultado directo de haberle negado a generaciones de generaciones de agricultores, la posibilidad de comprar la tierra que ocupan y labran. Sus derechos han sido siempre precarios. Agrega Chinery-Hesse que si los agricultores de Ghana pudieran sacar un préstamos del banco sobre la base de sus tierras ancestrales debidamente reconocidas, podrían comprar un tractor o invertir en mejoras de producción y así pronto las cosas cambiarían.

Este artículo fue publicado el 8 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.

La foto es propia.

 

La igualdad de ingresos

 

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“El progreso requiere trabajo,” concluye el Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas (PNUD). ¿Qué tipo de trabajo? ¿Qué pasa si invertimos tiempo y dinero en las políticas públicas equivocadas?

He pasado días dándole vueltas al titular “Desigualdad impide desarrollo nacional”, de Prensa Libre del 25 de julio. La única forma de interpretar esta frase es que seríamos ricos si fuéramos iguales. Cosa que a mí no me cuadra. Lo que es más, el artículo le pone monto: según el Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas (PNUD), “Guatemala pierde 33 por ciento de desarrollo humano, debido a la desigualdad existente…”

Comparto la aspiración manifiesta del informe del PNUD. Quisiera ver el día en que todos los guatemaltecos gocen de un cómodo nivel de ingresos económicos, buena salud y educación. Pero podemos caer en errores empobrecedores si nos conformamos con una superficial lectura del informe o del titular citado. Podríamos concluir que, siendo la igualdad condición necesaria para el progreso, entonces debemos repartir el ingreso nacional en partes iguales inventando una especie de “cheque de la igualdad”. Si el Producto Interno Bruto per cápita es de $2,340.78 (Banco Mundial), entonces habría que despojar de “sus excesos” a todos los guatemaltecos que ganan más que el promedio, y repartir la diferencia entre quienes ganan menos. Según esta lógica, el país empezaría a prosperar cuando cada uno tenga en su haber exactamente la misma cantidad de quetzales.

Algunos de los beneficiarios invertirían sabiamente su “cheque de la igualdad” pero otros lo desaprovecharían, porque como dice el refrán, lo que viene fácil, fácil se va. Además, como sociedad asumiríamos el millonario costo de la burocracia requerida para ejecutar el plan. En todo caso, la igualdad de ingreso duraría escasos minutos porque cada uno actuaría de tal forma que haríamos emerger nuevas diferencias. El totalitarismo es el único sistema que intenta imponer la igualdad económica permanente. Y los regímenes totalitarios, como Corea del Norte, igualan a sus habitantes en la pobreza, no la riqueza.

Lo que realmente impide el desarrollo son los obstáculos a la creación de la riqueza. Mientras todas las personas tengan acceso a los círculos de intercambio y productividad, no nos debería inquietar que unos cosechen más que otros mediante su trabajo lícito. En muchos sentidos, la desigualdad es positiva. La riqueza es creada por millares de personas con desiguales talentos, preferencias, información y circunstancias que concurren a un mercado en desequilibrio, el cual, operando libremente, genera oportunidades de gana-gana.

Lograr un crecimiento económico de doble dígito: esa debería ser la meta de país. Tal ritmo de crecimiento significaría más y mejores oportunidades de empleo, más y mejores incentivos para capacitarse y educarse, y más recursos disponibles para invertir en servicios de salud preventiva y curativa. Y es que los servicios de educación y salud son bienes económicos; la calidad y cantidad de los mismos también aumentan dentro de un contexto competitivo y abierto. Es tiempo de explorar nuevas y mejores formas de prestar dichos servicios.

Esta prescripción alterna exige eliminar los obstáculos de entrada y salida del mercado. Y a esto apunta el informe del PNUD. Explica el resumen ejecutivo del informe que las “vulnerabilidades estructurales” emergen en aquellos sistemas donde existen barreras que impiden a ciertas personas y grupos acceder a “sus derechos y escogencias”. Estas barreras derivan de prácticas socio-culturales y de estructuras de poder, es decir, son legales y políticas. El mercantilismo se caracteriza por dar un trato desigual a los ciudadanos; los allegados al poder acceden a privilegios vedados a otros. Estas prebendas y preferencias son las que tenemos que abolir para alcanzar el desarrollo que tanto anhelamos.

Este artículo fue publicado el 1 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.