¿Qué ocurre cuando el Louvre recibe más de 9 millones visitantes al año después de la singular reforma que dirigiera el arquitecto Pei en los años 80 del siglo XX para acoger cómodamente a 4 millones de visitantes?
¿Qué ocurre, en definitiva, cuando todo el mundo quiere consumir arte?
Porque que cientos de millones de personas se concentren en visitar una veintena de museos en el mundo más que con las ansias por aprender se encamina ya hacia el consumo masivo de cultura.
Un artículo reciente de El País llegaba incluso a señalar esa extraña situación que viven los museos más famosos del mundo cuando la gente se empeña en hacerse un selfie, dando la espalda a alguna obra ilustre que, en principio, sería más razonable mirar de frente.
Parece que existe una tensión evidente entre dejar que el mayor número de individuos disfrute de lo que se considera “alta cultura” y la propia calidad de ese disfrute. Parece difícil poder extasiarse frente la Gioconda de Leonardo cuando alrededor hay cientos de turistas bombardeando con sus móviles.
Es más, tanta ansiedad por ver pudiera llegar a ser peligroso para las propias obras de arte: desde el casi inocuo flash hasta las respiraciones y exudaciones de cientos de personas metidas dentro de una sala.
En gran medida, estamos ante una nueva forma de culto. Igual que en la Edad Media, miles de peregrinos se concentraban en las iglesias con las reliquias más famosas (el botafumeiro de la catedral de Santiago de Compostela se balanceaba para quitar el mal olor de los presentes a golpe de incienso), ahora la concentración es en esos nuevos templos de la contemporaneidad que son los museos. Uno no puede pasar por este mundo sin haber visto con sus propios ojos la piedra de Rosetta, el fresco de la Creación de Miguel Ángel o el Guernica de Picasso. No sería suficientemente humano sin haber demostrado su admiración ante esas obras cumbres de la historia y la creatividad. No importa no entender mucho de qué van. Ni siquiera interesa saber si gustan. La cosa es verlas.
Pero es que en realidad, cada cual es libre de apreciar un museo según sus querencias. Si sólo se trata de ver un cuadro famoso, como ya hicieron antes otras muchas personas. ¿Por qué no? ¿Sólo se pueden ver Las Meninas si podemos citar de memoria la fecha en que Velázquez viajó de Sevilla a Madrid? ¿Por qué escandaliza que tantos sean los que quieran ver arte por las razones más peregrinas?
Sobre la conservación de la obra, el caso de la Gioconda es ejemplar. Encerrada tras vidrios de seguridad, su medio ambiente permanece estable y permite que la obra de Leonardo cumpla años sin muchos problemas. Si alguien quiere verla de cerca, para una sesuda tesis que requiere un análisis minucioso del lienzo, siempre podrá solicitar ver el cuadro el día que el museo permanece cerrado por razones de mantenimiento.
La mayor parte de los museos del mundo suspiran por tener visitantes. Los que reciben muchos, cuentan con una amplitud de fondos que les permiten mejorar sus investigaciones. Los que se quejan por la afluencia masiva de turistas, deberían, en realidad, felicitarse por el éxito de la atracción cultural. Los cuadros no se van a perder por que los fotografíen millones de veces. También es cierto que los millones de turistas del Louvre no se hacen más cultos tras pasear por sus salas, pero, si por un momento, descubrieron otra forma de ver la belleza, de contar historias o de acercarse al arte, mereció la pena.
La afluencia masiva puede ser una incomodidad. Pero el verdadero problema es cuando no hay afluencia. Aprendamos a disfrutar, pues, dentro de la incomodidad.